Los dos Hidalgos de Verona, I,1.
Leyó esto y toda la planificación se desvaneció. Desde el segundo posterior, el pedido que debía entregar quedó olvidado. Asumió no ir a la reunión. Creció en él una apetencia monstruosa por la paz imbécil de su cama. Se le dilataron las pupilas, creo. Quizá solamente fue una percepción y aquello nunca ocurrió. Pero era cierto que no veía bien...ni lo físico ni su estado, menos el resto del texto que había caído al lado de sus pies, al lado de la silla.
Cómo este hombre podía sentir lo mismo que él. Cómo podía estar escrito en el texto antiquísimo, el exacto motivo de sus huracanes. De esa manera...la forma intacta, sencilla y letal en la que sentía aquel momento de familiarización con el párrafo lo movió, y pensó en la cama. La misma de su apetencia monstruosa. Estaba a sólo unos pasos de ella y se arrojó como una bolsa enorme de papas, amorfa. Quedó allí.
No voy a leer más -pensó. No voy a salir, no voy a recorrer todo el centro ni me voy a quedar esperando a que llegue, ni llame, ni quiera, ni nada de nada.- Y tantos No le iban creando un halo grisáceo en torno a la cabeza que crecía como un espiral de humo.
Permaneció así dos horas, saltando de negaciones a quejas, entre arrepentimientos y supuestos...cuando ya se encontraba demasiado hundido en todo aquello, sonrió. Y se sintió un estúpido.
Sentándose en la cama, apoyado en la pared, encendió un cigarrillo, y el humo que lo rodeaba se materializó así. Tras una pitada, lo sostuvo con la mano apoyada en el respaldo de la cama sin pensar en eso. Y siguió debatiéndose entre sus ruinas, en lo profundo que habían calado aquellas palabras...y lo que afloraba de él, que eran situaciones negadas hasta el momento. Mientras el cigarro se consumía, no volvió a besarlo y la ceniza cayó a la almohada, resignada toda cilíndrica, muerta.
Sigo considerando que el mundo no vale nada- le dijo susurrando a la pintura de la pared. Ella lo miraba triste, porque él la quiso así. Sigo pensando que todo vale nada y que como este momento, pasaré y caeré inevitablemente.
Después de eso, sintió el calor de la brasa pequeña llegando a sus dedos, recordó lo que estaba haciendo y saltó de la cama a buscar donde apagar el pucho. Se vio accidentalmente en el espejo y no le gustó su gesto, su boca, su desnudez pálida ignorada.
Como un autómata se dirigió al baño, abrió la ducha y se metió. Ya no lo vi más. No sé que habrá hecho, ni pensado por supuesto no me metí a verlo.
Pero Ella bajó de la pared, con su cotidiano andar despreocupado, con esos aires que tanto me molestan, aires de reina, de favorita, dispuesta a solucionar cuanto se le ocurra solucionable.
Despilfarrando gotitas de color, mínimas...que él luego limpiará. Tomó el libro, que estaba en el suelo cerca de la silla y la mesa...lo miró, lo ensució de rojo y verde...¡Yo sabía que eso iba a pasar! Siempre toca todo. Lo abrió con cara de madre desilusionada y lo puso sobre la hornalla después de tres intentos de encendido frustraos. Por supuesto el libro comenzó a quemarse, metamorfosis de su muerte. Más cenizas. Entre el cigarrillo de Marcelo y ésta...la casa va a aquedar toda sucia. Siempre lo digo. A mí no me escuchan. Yo no puedo bajar y disponer de nada...no estoy terminada.
Ella vuelve a la pared y mira hacia otro lado.
Quiero verle la cara cuando salga del baño. Sin el librito aquel no habrá más revelaciones...y no sé qué decidirá hacer conmigo.