V E S T A
Segundo a segundo observaba el anciano como la bebé iba absorbiendo por su piel cada gota que caía del interior del cáliz. Unas gotas ardiendo, originales de una semilla de Vesta fundida. Caían sobre una dermis delicada a la que sorprendentemente no le hacían daño. - Cultiva este don que te doy y, cuando nazca de ti la misma Vesta, deberás venir a mí otra vez. Recuerda esta cara. Te ayudaré a cambiar el mundo, pero para eso debes seguir viva. Huye de la Atara, huye por el poder que te han dado. - El anciano, entre sollozos, mencionó en voz baja unas últimas palabras. Suficientemente cortas para teletrasportar a un lugar desconocido a la pequeña. Demasiado largas para el poco tiempo que tardaron los agentes armados en entrar en aquella habitación. Necesitaba huir al boque nevado, hoy vinieron a por la recolecta mensual para la Atara. Ella se preguntaba cómo sus padres podían permitir que unas frutas magníficas que pasaban el año cultivando acabaran en manos de unos ricos y que solamente unas pequeñas semillas acabaran en su barriga. Solo tenía dieciséis años y verdaderamente estaba cansada de luchar contra tales injusticias. Abrigada como un oso polar, para que no vieran sus pelos enredados, sus músculos no femeninos y su cara sucia y abandonada, caminaba sobre la nieve hasta llegar a su claro en el bosque, donde podía tumbarse sin que nadie la irritara. Intentaba dormir a la intemperie, no le suponía problema porque era insensible a la temperatura, solo ella y sus padres adoptivos lo sabían. Hoy cerraría los ojos después de miles de lágrimas. Sometida a la esclavitud de la Atara. Muerta de hambre. Sin sueño, pero intentando cerrar sus ojos verdes. Daba igual, hoy no podía dormir, la nieve la empapaba. Se le mojaba el abrigo, no entendía por qué. No sabía qué razones podrían haber para que, en un día de nieve, empezara a llover. Harta, con las lágrimas entre los ojos, se levantó y chilló. No gritó por el supuesto aguacero, mucho menos por el agua, gritó porque estaba en llamas. Su cuerpo entero ardía y derretía toda la nieve que tenía a su alrededor, cada lagrima que caía por su rostro se apagaba al instante y su pelo enredado estaba ahora mismo convertido en una hoguera gigantesca. - ¡Socorro! - Solo le sirvió eso y provocó una enorme onda que se propagó por todo el bosque derritiendo toda la nieve que había a varios metros. Empezaba a correr, pero se hundía en la nieve que pronto se derretía. Agua, agua y agua por todas partes, pero ella no se apagaba. Las llamas eran enormes. - ¡Parezco una histérica! - Se había enfadado consigo misma, por el miedo que tenía, por lo infantil que era, por lo contradictoria que era.- ¡Ayuda! ¡Por favor! ¡¿Alguien me escucha?! - Se cansaba, no veía razones por las que llorar, no tenía lógica, no se hacía daño, solo tenía miedo por esas llamaradas que la invadían. - ¡Respira Vania! Respira, por favor... –Se tranquilizaba y conforme su corazón bajaba sus pulsaciones, las llamas se iban apagando. Todo su cuerpo que hace unos instantes estaba incinerándose, estaba empezando a recobrar su estado normal – Dios mío… - Fue lo único que le faltó decir antes de caer desmallada sobre el suelo mojado que tenía bajo sus pies.
Despertó en su cama, con su madre sentada a su lado. - Llegaría el día. - Las lágrimas le caían sobre sus mejillas vacías. Vacías porque no comía. No comía porque no podía, el mundo no se lo permitía. - Elegimos cuidarte cuando no eras nada más que un bebé al que perseguían. Nos dijeron de todo, pero eras preciosa y necesitabas casa. No sabíamos con qué estábamos jugando. - Cada dos por tres, la madre bebía un pequeño sorbo del café acuoso que tenía entre sus manos. Vania no podía responder a nada de lo que le decía, no tenía fuerzas y apenas podía mantenerse despierta. - Increíble. Parece un milagro. Hoy has descubierto tu poder, la llama que acabará con el invierno. Irás a la Atara y conseguirás hacerte con lo que merecemos, con lo que nos quitaron hace siglos y siglos. Estos millonarios asquerosos aparecieron por el control de nuestras tierras. Devastaron y mataron a todo el que cantara nuestro Voultue para los dioses. Ellos nos habían protegido de la Atara durante mucho tiempo, pero con su dinero y su tecnología hicieron lo imposible, acabaron con los dioses. Ellos, antes de fenecer, mandaron sus últimos poderes a tres objetos de la naturaleza: una moneda de oro, una semilla de la flor del fuego (la Vesta) y un bebé. Representando la fortuna, el fuego y la vida, respectivamente. Fueron otorgados a Paviolión, un sabio al que la Atara persiguió sin cesar para matarlo y obtener todos los poderes. Consiguieron apresarlo, pero solo encontraron la moneda de oro fundida en su cueva. La semilla y el bebé fueron convertidos en uno, un bebé que, según la profecía, florecerá sacando el fuego, revelándose contra los que mataron por la avaricia y el poder. Para que no la encontraran, la trasportaron. Apareciste en nuestro huerto nevado… - La madre no podía ocultarse la sonrisa. - Nos sorprendiste, estabas desnuda sobre la nieve y no sentías frío. “La niña del fuego...”
Un fuerte ruido apagó la conversación: una granada rompió los cristales de la ventana y explotó sobre la paja que le servía de cama a la joven indefensa. El estallido hizo saltar a madre e hija por los aires y prendió la casa como una hoguera. Levantándose del suelo y con el cuerpo magullado, Vania entró en llamas y tomó a su madre desmallada en brazos. Era raro, las llamas no le hacían daño a ninguna de las dos. Enfadada con el mundo, puso los pies sobre el fuego y empezó a caminar lentamente hasta la puerta de la casa que aún seguía en pie. De un grito la tumbó, expandiendo el fuego y tumbando a todos los guardianes de la Atara que rodeaban la casa. - Malditos... ¡¿Pretendéis matarme?! ¿¡Queréis apagar la revolución?! Que las llamas quemen vuestra codicia, ¡que la Atara arda! Tenéis tiempo para cambiar, unos treinta segundos. Elegid rápido, no sabéis el daño que os puedo causar... - Mencionó estas palabras antes de explotar. Propagó el calor de su furia por todo el alrededor quemando a los agentes armados que la estaban esperando. Vania no dañaban a su madre, pero sorprendente la explosión la había trasportado a una cueva sin ella. Esta cueva enorme y recubierta de capullos de flores en las paredes, no tenía salida. No había nadie, ni siquiera su madre, que hace unos instantes estaba en sus brazos. Tan solo había una luz, la de su cuerpo en llamas. - ¿Mamá...? - Solo necesitó una palabra; automáticamente los brotes rojos incrustados en los muros empezaron a abrirse. Todos sacaban de su interior una flor enorme que transformó enteramente la cueva. Un rojo que la luz de sus llamas embellecía. Sonreía, era increíble, pero cierto. Ya entendía todo. Era la flor que dijo su madre. Era su fuego. Era la hija de los dioses. Todos los conocimientos de su poder los tenía a disposición. Todos en su mente, justo ahora. Ahora podía luchar contra ellos, ahora ganaría, ahora el pueblo se revelaría. Se concentró, canalizó todo su poder. Sentía como las llamas rojas iban transformándose en azules. Poco a poco el fuego empezó a moverse a sus brazos. Su poder la llevaría al lugar donde al lugar donde podría estar a salvo, al lugar donde ella se crió, a su claro en el bosque. En menos de un pestañeo ya estaba en medio del bosque. Todo era familiar, pero pasaba algo raro. Había algo alrededor suyo y no sabía que era. Se aceleraba su corazón. Una cúpula sobre ella. Vania se había apagado, no tenía oxígeno. Apresada en la colosal bola de cristal chillaba mientras que golpeaba el vidrio con ambas manos. Silencio. Una sombra entre los árboles la miraba. Una mirada fría que te quitaba la sonrisa de la cara. Solo podía escuchar los sonidos de fuera y verdaderamente su risa era ahogante. El Sol iluminaba de vez en cuando una placa que llevaba. Parecía un alto cargo de algo. Ella frágil como una rosa, encerrada. Él riéndose a carcajadas, escondido. - “No sabéis el daño que os puedo causar...” - Una voz gélida que se reía, masculina y oculta, como el resto de su cuerpo. - Por Dios, ¿crees que puedes desafiar a mi Atara? ¿A todas estas personas que te podemos apagar? Eh, ¿niña del fuego? ¿Te olvidas de lo millonarios que somos? Nadie entendía nuestro poder, el poder real, el del control del pueblo, el dinero. No, jamás es suficiente. Necesitamos tu esencia. Concédeme tu alma y te liberaré del cristal, pero concédeme tu alma. Vania gritaba, pero solo reinaba el silencio. Sobre su rostro se encendían llamas. Un fuego fatuo que solo mataba, pero dentro de aquella bola se consumía. Dolía, dolía como un puñal, pero era tal la furia contra ese hombre, que iba agrandándose. -No, no intentes nada Vania. - Ella lo escuchaba, tenía que soportar su voz frívola y molesta que le retumbaba en los oídos. - Realmente pareces encantadora, pero no podemos correr riesgos. Como presidente de la Atara, he decidido que es mejor tenerte en nuestras manos. - Ella, en llamas, lloraba sobre fuego. – Tranquila, solo hemos estado vigilándote toda tu vida esperando a que florezcas. No eres más que una herramienta para el poder… Aquellas palabras, lo que se le acumuló en el corazón en esos momentos y el eco de esa voz tan insoportable en su cabeza, hicieron romper la bóveda en millones de pedazos, otra vez había explotado. Ahora se le oía, chillaba y sus llamas formaron una hoguera colosal. Velozmente se abalanzó sobre la sombra que dejó de ser sombra. Desveló la cara de aquel hombre corrompido, aquella bestia sin corazón, Paviolión.
- ¡Eres tú! - Vania no soportaba ver a ese hombre, la persona que supuestamente le salvó la vida. -¡No! Era todo mentira... Maldito viejo, ¡¿por qué me quieres matar?! ¡Eres tú el que me debes ayudar a seguir viva!
- ¿Sí? - Estaba rodeado de llamas, pero no tenía miedo. - Los dioses me entregaron todo su poder, toda la vida en tres objetos. La Atara me iba a perseguir, era obvio, pero yo era más listo que esos millonarios con hombres armados. - Sonreía, pero cada vez que lo hacía, la furia de Vania aumentaba el calor del fuego y le quitaba ese gesto asqueroso, haciéndolo retroceder cada vez más dentro del bosque. - Me aliaría con ellos, subiría hasta el primer puesto y gobernaría todo el reino con la ayuda del dinero de la Atara y del poder de los dioses, pero algo salía mal. Ellos me entregaron una semilla, no una flor, por lo tanto no podía obtener todo el poder necesario hasta que no floreciera. Esto me acarreó problemas, solo les podía entregar un poder, la moneda de oro. No les servía, ya tenían todo el dinero que se podía tener. Les prometí que reinarían cuando florecieses, pero necesitaba que me obedecieran. - Vania no aguantaba más explicaciones, cada vez el fuego calentaba más y Paviolion no parecía preocupado. - Así me convertí en el jefe de la Atara. Te hice para que, llegados los días en los que saques tu fuego, me entregues tu alma, tu poder, tu esencia tan querida, y me hagas feliz… Feliz como nunca lo he sido antes... El cuerpo de Vania se alzó y, rompiendo a llorar, levantó su mano y lo señaló. Explotó en millones de trozos en llamas que hicieron arder todo el bosque. Fue tal la explosión que todo el reino tembló. Su cuerpo se dividió en miles de millones de pedazos que formaron una columna ardiente hasta el cielo. Las llamas se propagaron por el boque, consumiendo millones de árboles y nublando el alrededor de gris.
No quedó bosque, nadie sobrevivió. Silencio. Solamente quedó el alma del causante de todo este mal, el alma de un anciano al que lo mató la avaricia. Dejó su alma vagabunda que no descansará en paz, como las cenizas de ese bosque que nunca llegarán al mar.
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