Amaneció caminando, olvidado del paso del tiempo. Llevaba la boca
seca y la cara surcada por la violencia crónica de arena, sol y
sequedad. Venía desde muy atrás, allá en el pasado. Podría haber
interpretado el papel de un sobreviviente en alguna taquillera de
Hollywood, perfectamente. Caminaba lento el hombre erguido. Pateaba el
polvo bañado en polvo. No quedaban ni rastros de canciones, emociones,
pulsaciones... Creo que si lo tocaban se deshacía como un mantecado
viejo, como una estatua de tierra seca. Pero nadie lo hizo, nunca nadie
lo vio. Atravesó su ruta milenaria. Autómata. Mono.
Entró a la
ciudad por el norte y llamó terriblemente la atención de cada habitante,
cada alma. Los perros lo seguían sin querer comérselo. No miró a nadie.
Llegó temprano y recorrió describiendo un cuadrillé las calles del
centro. Sólo se detuvo ante las puertas cerradas de un bar bastante
pintoresco. Esperó sin moverse desde las 7pm hasta las 10pm cuando
abrieron. Entró ensuciando todo a su paso, el dueño hizo quedar los
perros fuera y lo miró extrañado. Se sentó junto a un
ventanal bajo el cielo estrellado de Mayo, en el patio del lugar.
Un mojito de litro por favor, pronunció con voz de ultratumba. Y sonrió.
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